La trama y la línea
en Munar Arte,
Buenos Aires, Argentina
Sobre Eduardo Cardozo
“Tramas reversibles” La paleta de Cardozo, al servicio de su continua metamorfosis entre lo figurativo y lo abstracto, se ha ido modificando de forma paulatina, a lo largo de los años, por una estricta coherencia interna, pasando, sin choc, de preeminencias terrosas a otras azuladas:en todo caso siempre primando una insistida presencia de la naturaleza –la tierra, el aire, el agua– como estímulo primigenio. Ahora, en su fase aéro-acuática, con esta nueva serie, da una vuelta de tuerca con respecto a la cuestión material, máterica de su labor. Ya no se trata de insertar algo en la tela, como sí lo había hecho en precedencia, sino del gesto, en cierta medida autoreferencial, de esculpir, de “trabajar” la tela misma, deformándola, desfigurándola y sólo luego pintándola. Lo que hacía tiempo había colapsado, ideal y felizmente, en muchas de las imágenes cardozianas, o sea la certeza de una estructura que soporte sus derroteros cromáticos, se torna aquí cruda realidad, se traduce airadamente en lienzos maltratados, lacerados, contusos y confusos.
Cardozo manipula las arpilleras que va deshilachando, una cuerdita a la vez, alterando irremediablemente la trama de los hilos, dejando brotar agujeros brutales, lesiones irreparables, orificios inusitados (casi queriendo afirmar que no hay trama sin trauma). A estos, alterna magistralmente daños menos graves, apenas indicios de dislocación, exiguas desfloraciones, e incluso minúsculas zonas incorruptas, creando una renovación asombrosa del entramado, entendible tanto como plot –algo así como una narrativa de lo inenarrable (lo abstracto)– que como textura (la piel del cuadro, desnudando sus más íntimas excoriaciones). La superficie de cada pieza se vuelve así un terreno accidentado donde las fibras que la componen viven al borde del derrumbe total, en un estado de precoz disolución, estatus que mientras exhibe su congoja, a la vez reorganiza sus formas, intriga con sus nuevos recorridos, aturde con sus irregularidades. Hay variaciones: a veces, para dar volúmenes a estas creaciones, aparece una suerte de esqueleto que tensa esa dermis pictórica, unos mimbres impertinentes que traspasan el cuadro, inflando aún más el cuerpo detrítico del lienzo, inflamando sus cicatrices. En otras piezas aparecen pedazos de yeso pegados al entramado violado, retazos de las paredes del taller del artista, casi en función reparadora de la ofensa.
Así Cardozo, que fue alumno en juventud del destacado tapicista uruguayo Ernesto Aroztegui, vuelve a aquel oficio, pero operando “en negativo”: va “destejiendo” las telas, como fue mencionado, y, en contados casos, crea también nuevas con los descartes de las demás, reanudando estos hilos abandonados en mallas espaciadas puestas a dialogar –aún en un monocromático silencio– con sus propias sombras y con un suplemento de sombras dibujadas por el mismo artista en la pared, enredando los planos reales y ficticios.
A la postre, la metáfora del lienzo herido no resulta ser sólo marca de desolación, fracaso o crisis, sino también, gracias a su poder para pasmar, chance de re-pensar cómo practicar la pintura expandiéndola, sin salir del cuadro.
Sobre Marcelo Legrand
“Por sedimentación”
La larga trayectoria de Marcelo Legrand ha ido cementando un modus pingendi donde se invierte la postura que domina mucho abstractismo hoy, consagrado a la directa exornación, fiel a acuerdos amansadores o a cóleras estériles.
Para Legrand y sus vertiginosos tinglados de color y no color, se trata, en cambio, del sistémico homicidio de cada fuga en la complacencia estética y simbólica, y ahí reside su pujanza y su autobuscado límite. La imagen más elocuente para describir su accionar es la de un explorador que rastrea territorios mientras los crea: nebulosas sorprendentes hechas de burbujeantes babas negras, manchas escindidas entre raquíticas alusiones al geometrismo y prolapsos inevitables de la mácula, ritmos que se engolfan o se desplazan y rarefacen, tintas que colisionan entre sí, líneas que liberan o suprimen coágulos y masas –donando o negando protagonismos–, filtraciones que accionan desde el revés de la tela.
Se trata siempre de construcciones elaboradas que no abanderan ninguna “pureza” del cuadro ni delirio autárquico greenbergiano, sino que se hacen sismógrafos del estado, intensamente problemático, de la abstracción misma. Una abstracción que tiene que seguir existiendo, como enunciado balbucientemente conflictivo de un psiquismo que no es sólo personal, sino colectivo, aún cuando parezca, por momentos, haber perdido su soporte social, por desgaste. Legrand enfrenta también ese nudo: nada casual que sus enormes cuadros carezcan de un fondo pintado, y exhiban la tela “casi” cruda –la textura apenas velada por una mezcla de cola de conejo y tiza que baja el tono blanco original dejando sin embargo la “sensación” de la fibra virgen– , elemento especular al vacío dejado por el apaciguamiento del debate en torno a lo informal, con su hipotética y luchada amenaza a la figuración. (Y la figuración regresa, como fuese en incubación, en las deformidades legrandianas por medio de ese “complejo” de Rorschach que todos custodiamos consciente o inconscientemente).
Si el informalismo aletea sin ramas donde descansar, los grumos y líneas y chorros de Legrand se expanden sobre la trama sedosa del lienzo, mimándola y minándola, pero sin mezclarse realmente, en su conjunto, a ella y a la nada que representa, escapando así al fin de su historia. Como el mismo artista ha declarado, todos sus cuadros terminan varias veces, acción diferente a la de no finalizar la obra, a la de dejarla abierta. Es más, por ende, que un sencillo y febril pintar perpetuamente in progress o un encomio de lo inacabado: las telas de Legrand (por ejemplo, en esta instancia, sus tres monumentales dípticos), algunas trabajadas durante años, mueren y nacen cíclicamente, dejando estratos –cuadros sobre cuadros dentro del mismo marco– , capas decantadas de tiempo y color, sedimentadas en laberintos de los que la mirada no quiere salir.
Textos de Riccardo Boglione.
Sobre MUNAR
MUNAR está situado en el barrio de La Boca (Distrito de las Artes), en lo que queda de una vieja cantina a orillas del riachuelo. Dirigida por Diego y Florencia Benzacar, quienes buscan promover y difundir un lugar de encuentro en el que confluyen recursos materiales y humanos con el objetivo de favorecer las capacidades de transformación y de creación de las personas.
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